sábado, 21 de noviembre de 2009

PRIMAVERA EN GRANADA





La señorita Eduarda Moreno, en un libro de versos que tituló Ayes del alma (1857), confesaba yo canto cuando nace / la dulce primavera y, para mayor énfasis, pedía dejad, flores divinas, /que ornáis a mi Granada, /dejad, dejad que cante / con ansia el alma mía. La dulce primavera granadina, más bien pérfida, acabó con su canto por medio de una pulmonía. Otro vecino del Darro, también poeta romántico, escribía (1861): el genio fino de la primavera /enfermo me tiene con la mormera. Y es que la traicionera estación de las flores sólo posee identidad astronómica, no profesional, por eso juega al escondite invernizo cada año, sin sacar el sol de las umbrías hasta que se enamoran las totovías y es verano a los tres días. ¿Dónde te metes primavera /que no te viera si te viera?, preguntaba Hipólito Megía al relente abrileño de Plaza Nueva (1883). Es verdad, el primer verano (prima vera) de Granada es famoso por sus ausencias. Bueno Pardo, el sacerdote que mentábamos antes, descubría el paso de la primavera por los roscos de garbanzos de San Lázaro, las meriendas de cerezas con pan de aceite en las huertas de Gracia y por los bailes de los mozos en homenaje a San Pascual Bailón. Surroca Grau (1911) también adivinaba la estación por señales infalibles: las habas verdes con saladilla o bacalao en tiras, por San Marcos; los guisos de caracoles, tras las lluvias mil, y el pero junto a las tijeras en los altares del Día de la Cruz. Aunque la época es generosa en hortalizas tempraneras, como lo demuestra Francisco Henríquez de Jorquera (coles de todas suertes, que yo las he visto de quince libras, bizarros nabos de Granada, Alfacar y La Zubia, calabazas de todas suertes, berenjenas, pepinos, cohombros y, sobre todo, admirables cebollas como platos y ajos como puños), también es generosa en frutas primerizas. Las cerezas y las guindas, sobre todo las garrafales del Genil, aquellas que, por Canales o Maítena, se cogían desde las ventanillas del tranvía. Las fresas de Valparaíso, chiquiticas y madrugadoras, que se vendían por las calles al son de Cestica de fresas, fresas, fresquitas las fresas. Y los fresones. Luego las brevas tempranas, del Albayzín, a perrilla la libra, que I'han llovío, seguidas de los jigos isabeles, ¡mirar que jigos!. Decía Jorquera que las brevas y los higos son de tan suave gusto que se puede almorzar una persona dos libras sin que le enfaden ni le hagan daño. Y las nísporas del Japón, a perrilla el cuarterón, aunque sean del Albayzín, como sospechaba Surroca.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

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